Una mañana a inicios de mes el sistema del gobierno de Tijuana dejó de responder. Lo que parecía un fallo técnico terminó siendo una invasión: hackers habían tomado control del servidor, sustraído datos, y exigido algo a cambio. Era la décima vez en un puñado de días que un gobierno mexicano, municipal o estatal, amanecía filtrado, intervenido, exhibido por el mismo grupo de hackers. Campeche, Zapopan, Baja California Sur, Pachuca, Estado de México, la lista continúa.
Pero no se trata sólo de gobiernos que podrían confundirse con ciber cafés de medio pelo. El corazón del aparato estatal mexicano ha sido también violentado. En días recientes, la Secretaría de Relaciones Exteriores fue blanco de un fraude tan sofisticado como banal: los atacantes descubrieron cómo validar CURPs en tiempo real para emitir pasaportes. Bueno, no pasaportes como tal, pero una estafa suficiente para timar a algunos miles.
No solo hablamos de papeles, sino de documentos que confieren existencia, posibilidad de movilidad internacional, apertura de cuentas bancarias, acceso a salud o evasión de justicia. La historia de Vito Pérez no comienza ahí, pero podría.
Fue uno de esos nombres que se multiplican en bases de datos oficiales. A él lo conocimos cuando su nombre apareció vinculado a una identidad falsa utilizada por Ilan Shor, un político moldavo acusado de orquestar uno de los mayores saqueos financieros en Europa del Este. Mil millones de dólares, evaporados de las arcas públicas de Moldavia. ¿Dónde reaparecieron? No tenemos idea, pero México pudiera ser un lugar de ellos. El señor Vito Pérez está registrado en Tlaxcala capital…
Es ahí donde empieza el verdadero peligro de la propuesta que nos ocupa. Claudia Sheinbaum ha planteado una nueva identidad ciudadana, basada en datos biométricos. Una credencial, sí, pero también un código de acceso al mundo moderno: huellas digitales, iris, voz. Elementos únicos. Intransferibles.
Esa unicidad es, al mismo tiempo, su mayor vulnerabilidad. Porque lo biométrico no se puede cambiar. Si te roban el número de tarjeta, puedes cancelarlo. Si descubren tu contraseña, puedes sustituirla. Pero si tu huella dactilar está comprometida, no puedes pedir otra. Si tu iris aparece en una base de datos vendida en lo profundo del internet, no hay ningún «restablecer contraseña» que pueda ayudarte. Tu cuerpo se vuelve tu condena.
Los Inferno Leaks, esa especie de Apocalipsis administrativo que secuestró millones de datos de dependencias mexicanas y falta por estallar, demostraron que no hay base de datos sagrada. Todo puede ser filtrado. Todo puede ser comercializado. En ese mundo, confiar tu voz, tu piel, tu retina, no es un acto de modernidad. Es una entrega sin derecho a arrepentimiento.
Y lo más alarmante es que la narrativa del progreso hace que este proyecto suene inapelable. Pero no se trata solo de aparecer en el sistema. Se trata de no volverte esclavo de él. Lo que se construye como ciudadanía digital puede ser también vigilancia silenciosa.
En México los archivos no son sagrados. Son porosos como la memoria. Un día aparecen en manos de un funcionario distraído, y al siguiente en una carpeta de Google Drive compartida por error. Así ocurrió con los contratos del Ejército en Guacamaya Leaks. Así ocurre con los padrones de beneficiarios. Así ocurre, cada día, con millones de nombres que cambian de manos sin que los dueños lo sepan.
Y sin embargo, ahí vamos, una vez más, a depositar nuestra fe en el registro perfecto. Pero esta vez, no serán sólo datos. Será nuestro cuerpo. Serán nuestros gestos más íntimos. Será la voz con la que pedimos ayuda, los ojos con los que miramos a los nuestros, los dedos con los que firmamos pactos, caricias, renuncias. La identidad biométrica es la promesa de que el Estado te reconocerá siempre, incluso cuando ya no quieras que lo haga.
¿Quién guarda ese archivo? ¿Quién responde cuando se rompe? ¿Quién repara lo que no se puede reemplazar?
En el México del siglo XXI, las respuestas suelen llegar después de la tragedia. Cuando ya se vendieron los datos. Cuando ya se falsificó el pasaporte. Cuando un nombre terminó en Moldavia, y una huella terminó en prisión. Entonces es tarde para preguntarse si debimos haber confiado tanto.
Y es que hay ideas que, por más técnicas que se presenten, necesitan de una pausa filosófica. ¿Qué es uno, cuando uno ya no puede borrar su rastro? ¿Dónde termina el ciudadano y empieza el dato? ¿Cuándo se volvió obligatorio entregar el cuerpo para ser contado?
Las nuevas identidades prometen orden. Pero a veces, el orden perfecto es el preludio de la vigilancia perfecta. Y México, tantas veces saqueado, tantas veces duplicado, no puede darse el lujo de entregarse por completo sin antes preguntarse si esta vez sí lo van a cuidar.