La pelea es por lo que queda. Como siempre. En un mundo donde todo lo que valía la pena ya fue tomado, los que llegan tarde a la mesa se conforman con las migajas. Ahí están, los gobiernos, las empresas, las naciones enteras, peleando a manotazos por vetas de minerales que tardaron millones de años en formarse y que en unas décadas estarán agotadas. No hay visión en esto, solo la urgencia de quien tiene hambre y ve el plato casi vacío.
Las tierras raras. Así les llaman. Como si fueran un capricho del destino, un tesoro esquivo que sólo los afortunados pueden poseer. Pero no tienen nada de raras. Están en todas partes: en la pantalla donde se lee esto, en el altavoz que escupe música, en el auto que arranca con electricidad. Y lo más importante: están fuera y dentro de la Tierra, esperándonos.
Pero en lugar de mirar hacia adelante, seguimos arañando el suelo. China monopoliza la refinación y juega con el mundo como un niño que decide cuándo presta sus juguetes y cuándo no. Estados Unidos, Europa, Japón, todos fingen sorpresa cada vez que Pekín cierra un poco el grifo, como si no supieran que han dependido de ellos desde hace décadas. Y mientras tanto, en el Congo, niños de doce años excavan con las manos desnudas, cubiertos de polvo de cobalto, entregando sus vidas para que alguien en Silicon Valley pueda prometer un futuro más limpio.
Es una pelea absurda. En Afganistán, las montañas esconden metales por trillones de dólares, pero nadie puede tocarlos porque cada centímetro de tierra está maldito por la guerra. En México, el litio fue declarado propiedad de la nación, pero a nadie le han explicado cómo van a sacarlo de ahí y convertirlo en algo útil. Se quedará en el suelo. Convertido en política, en discurso, en otra promesa que nunca llegará a ser batería.
En este preciso instante, Trump, siempre un jugador de póker con cartas marcadas, negocia con Ucrania un pacto de paz que implica, entre otras cosas, ceder parte de esos recursos esenciales para la tecnología del siglo XXI.
Y así seguimos, peleándonos por lo poco que queda, como si no hubiera otra opción. Pero la hay. Siempre la ha habido. Solo que nos hemos vuelto ciegos a todo lo que no esté justo frente, debajo o arriba de nosotros.
Miren el fondo del mar. A kilómetros bajo la superficie, en la oscuridad, reposan los nódulos polimetálicos. Rocas negras y lisas, formadas en el tiempo en que los dinosaurios aún dominaban la Tierra. Contienen todo lo que necesitamos: níquel, cobalto, manganeso. Se pueden recoger con máquinas, sin dinamitar montañas, sin esclavizar niños. Son la respuesta más obvia al problema. Y sin embargo, nadie se mueve. México podría reclamar su parte en las Islas Clipperton, pero prefiere mirar hacia otro lado, y así perdimos la Isla de la Pasión.
Pero la mayor respuesta no está en la tierra ni en el mar. Está flotando sobre nosotros.
En los asteroides hay más hierro, más platino, más tierras raras de las que jamás podremos usar. Un solo asteroide, el «16 Psique», tiene suficiente metal como para hacer que toda la minería terrestre sea irrelevante. ¿Y qué hacemos con esa información? Nada.
Pero eso va a cambiar. Porque al final, la humanidad no se conforma con migajas. Nunca lo ha hecho. Cuando se acabó la caza, inventamos la agricultura. Así vendrá el día en que dejaremos de pelear por lo que queda y empezaremos a reclamar lo que nunca hemos tocado. Robots perforando asteroides, refinerías en órbita, materiales cayendo desde el cielo como lluvia dorada. La escasez será un problema de otro tiempo, de otra gente, de los que se aferraron demasiado a lo viejo para ver lo nuevo. Ese es el futuro. Uno donde no competimos por las migajas. Donde la mesa es infinita y todos pueden comer.