La ciberseguridad en México, como la cortesía en los peseros, es un anhelo permanente, un esfuerzo que se ejecuta con entusiasmo, pero se deja morir en la realidad más cruda: la de un Estado que legisla con una mano mientras con la otra sabotea sus propias promesas. Ahora presenciamos una nueva oleada de iniciativas que pretenden domar la selva digital con candados herrumbrosos, en un país donde el cerrajero es también el ladrón.

México legisla sobre su frontera más nueva, la invisible: la del ciberespacio. Y como en todas las fronteras del país, las leyes llegan tarde, como una línea de ferrocarril oxidada que aún cree que puede alcanzar al tren bala del delito. No se trata de cuestionar la necesidad de la ley —porque la hay, urgente y vasta—, sino de advertir la paradoja de que quien la redacta es también quien, por omisión o por conveniencia, la viola.

En Puebla, al exdiputado local José Luis García Parra le desempolvan su cruzada por una ley estatal de ciberseguridad, con penas de hasta tres años de prisión a quien espíe, acose, suplante o espíe digitalmente. El entusiasmo y las intenciones no son simuladas, pero lo cierto es que la vigilancia masiva está ya instalada en el ADN del sistema político mexicano

Desde el Congreso federal, el panista Felipe Fernando Macías lanza una iniciativa más robusta, una reforma al Código Penal que endurece hasta con diez años de cárcel a quien ose penetrar un sistema informático ajeno. Sin embargo, toda buena intención en México naufraga en la geografía del Estado: una cartografía donde las leyes no son raíces, sino ramas sueltas en una tempestad permanente.

Porque mientras los diputados locales o federales confeccionan castillos normativos de papel maché, en los sótanos del poder se despliegan las verdaderas intenciones del estado mexicano. El espionaje made in Tel Aviv adaptado al surrealismo mexicano. Una investigación reciente revela que no solo el infame software Pegasus se ha utilizado para seguir a opositores, activistas y periodistas. Ahora Candiru, un artefacto de intrusión tan sofisticado que ni siquiera requiere de clics, ha sido usado por el gobierno mexicano en la etapa más orwelliana de la llamada Cuarta Transformación.

Y, como cereza en el pastel de la contradicción, se presume que la Secretaría de la Defensa Nacional evaluó estas herramientas para su uso en operativos secretos, sin controles externos y con cargo a «caja chica». Todo, claro, en nombre de la seguridad nacional.

¿Quién supervisa a quienes espían? ¿Quién protege los datos de los ciudadanos que, con ingenuidad persistente, siguen creyendo que hay un mínimo de garantías institucionales? Nadie. El organismo que debiera hacerlo —la Secretaría de Anticorrupción y Buen Gobierno, heredera bastarda del disuelto INAI— ha sido hackeado más de una vez en los últimos meses. No por Anonymous, ni por ciberguerrillas chinas, sino por los errores básicos de sus programadores, por la falta de autenticación en dos pasos, por la ausencia total de notificaciones de intrusión. La plataforma TrabajaEn.gob.mx fue vulnerada. Miles de aspirantes a empleos federales vieron sus datos expuestos. Y, en lugar de asumir responsabilidad, el gobierno aplicó su manual preferido: negación, silencio, opacidad.

Que cada entidad federativa se encargue de su ciberseguridad —como están puestas las leyes hoy en día— es tan funcional como pedirle a cada municipio que construya su propio satélite. El crimen digital es global, sofisticado, modular. Su respuesta exige cuerpos profesionales, unidades independientes, cooperación internacional, mientras los servidores del Estado siguen siendo ventanas abiertas al saqueo, y los ciudadanos, figuritas de archivo comprimido al alcance de cualquier voluntad con poder.

México necesita una reforma profunda, no remiendos. Y quizá ahí radica la tragedia contemporánea de México: en haber heredado del siglo XX no sólo las instituciones rotas, sino también la costumbre de fingir que funcionan. La ciberseguridad se convierte así en el último escenario de una disputa más antigua: la del poder que se rehúsa a ser vigilado, la del Estado que se niega a mirarse en el espejo que exige a otros sostener.