Una mujer de 77 años en Chiapas se está pudriendo en vida. Miasis es el término médico. Son gusanos en la piel. Una mosca puso huevecillos. Al tener diabetes y poca sensibilidad las larvas le comieron la carne sin que se diera cuenta. La mosca —plaga ganadera— ya no era de aquí. Hacía 35 años que no la veían en territorio nacional.
Eso fue lo que reportó la Secretaría de Salud el viernes pasado. Un solo caso. El primero. El tipo de caso que nadie quiere leer. Es una imagen que cuesta ver. Pero también es la imagen del país.
La mosca entró con los bueyes. Bueyes que venían del sur, como Honduras, donde medio centenar de personas ya fueron infectadas. Bueyes flacos, baratos, sucios. Bueyes que cruzaron la frontera sin revisión, porque alguien pensó que así bajaría el precio de la carne. Fue López Obrador por el afán populista de bajar precios a costa de la congruencia. Lo vendieron como un favor al pueblo.
Ahora el gusano está de vuelta. No solo en la carne de una mexicana, sino en la médula de un país. La culpa la repartió el propio secretario de agricultura federal, Julio Berdegué. Dijo que los animales enfermos entraron en el sexenio pasado. Y luego, cuando la presidenta lo miró como se mira a un perro que orina dentro de casa, corrigió: fue culpa del neoliberalismo.
Pero los números están ahí. En 2018, cuando comenzó la 4T, SENASICA —el ente de sanidad agropecuaria nacional— perdió casi la mitad de su presupuesto. Lo recortaron sin miramientos. Como se duerme a un perro viejo que se cree ya no sirve para cuidar.
Diez días antes de ese anuncio, otro: México tuvo su primer muerto por gripe aviar H5N1. Murió en un hospital sin mucho alboroto. La noticia pasó rápido. Un cuerpo más. Era una niña de tres años de Durango.
Ese virus está aquí, saltando de ave en ave. Mata pollos, mata gallinas. Está saltando a las reses en lo que se anticipa una catástrofe alimentaria. No hay vacuna. No hay preparación. El gobierno prefiere mirar hacia otro lado. Hasta que los precios se disparen. Hasta que no haya carne ni huevo ni proteína barata para un pueblo pobre. Entonces se dirá que nadie lo vio venir.
Y si no se protegió al ganado que da alimento, menos se cuidó al ganado que procura los votos. Porque cuando ni siquiera te importa la salud del animal que alimenta a tu pueblo, tratas la salud del pueblo peor que a los animales. La desidia no termina en el establo. No se detiene en el alambre de púas. Cruza. Se mete en las casas, en los hospitales, en las cunas.
Sarampión. Cuatrocientos casos. Una muerte ya. Casi treinta años después del último brote.
Tos ferina. Cuarenta y cinco bebés muertos. Regrese sus ojos a la oración anterior. Murieron por no estar vacunados. En Puebla, casi 1 de cada 3 infectados muere, a nivel nacional 6 de cada 100. Es una tragedia estatal.
No es guerra. No es conspiración. Es desinterés. Es olvido. Es negligencia. No son cifras. Son cuerpos. Brazos flacos. Pulmones llenos de moco. Padres con los ojos rojos esperando en una fila por un certificado de defunción que mataría en vida a cualquier persona. Nadie les responde. Nadie se hace cargo de haber decidido terminar las jornadas de vacunación ante la incompetencia para adquirir las vacunas.
Un país que no exige termina aceptando todo. Hasta gusanos en la piel. Hasta la muerte de sus hijos. La podredumbre no es nueva. Pero ahora ya hiede. Y lo peor es que nos hemos acostumbrado a la pestilencia.
Una nación entera cruzando los brazos mientras se pudre en vida. Eso es lo que nos pasa. Eso es lo que somos. Esta podredumbre que nos corroe no vino del extranjero. Es nuestra. La criamos con discursos. La alimentamos con indiferencia. La consolidamos con votos. Y ahora no sabemos cómo dejar de oler la fetidez que nos acompaña. El cuerpo no grita cuando se la comen los gusanos. Solo calla. Calla y se hunde. Y nosotros y el país con él.