Hubo un tiempo en que el jitomate era una curiosidad silvestre. Originario de las selvas costeras de lo que hoy llamamos Guatemala o Costa Rica, viajó al norte para encontrarse con su pariente más conocido por los pueblos del Anáhuac: el tomatl, ese verde, de cáscara delgada y acidez inconfundible, que sigue entre nosotros más como resistencia que como costumbre. 

El jitomate se domesticó y fue adoptado como una curiosidad por los pueblos mesoamericanos mucho antes de que la Conquista lo convirtiera en leyenda italiana o ingrediente universal. En una lista de precios de Tlaxcala de 1545, se documenta que un jitomate valía un grano de cacao, mientras veinte tomates apenas alcanzaban el mismo precio. La rareza manda. 

Hoy el jitomate es una de las hortalizas más cultivadas del mundo. Hoy el jitomate mexicano está en guerra. No una guerra de pesticidas ni de plagas, sino de tarifas, lobbies y elecciones. Cuando México se ha consolidado como séptimo productor mundial de jitomate y líder indiscutible en exportación -controlando el 25% del mercado global-, Donald Trump ha regresado a la vieja estrategia: premiar al productor gringo que no puede competir.

Lo que hay detrás de este nuevo arancel —20%— impuesto al jitomate mexicano no es cuestión de sanidad o comercio justo. Es una dádiva electoral envuelta en discurso proteccionista, dirigida con precisión quirúrgica a los campos de Florida, cuyos agricultores —más conectados con los despachos de lobby que con la tierra— pidieron auxilio, y lo consiguieron. Trump les regaló 90 días sin competencia mexicana. Un bloqueo disfrazado de proceso legal. Tres meses para sacar su cosecha sin sombra, sin rival.

Y mientras Florida se da el lujo de la exclusividad momentánea, México se enfrenta a una asfixia productiva de escala nacional. Dos millones de toneladas que van al norte cada año —el 98% del jitomate exportado termina en Estados Unidos— hoy tienen destino incierto. 

La presidenta Sheinbaum ha dicho que es una injusticia comercial. El secretario de Agricultura, Berdegué, ha prometido resolverlo en menos de tres meses. Pero ese es exactamente el tiempo que necesita Florida. Y ese es precisamente el tiempo que México no tiene.

En Sinaloa y San Luis Potosí, los dos principales productores nacionales, la infraestructura está diseñada para exportar. No para llenar tianguis. No para saturar mercados internos. No para sobrevivir a la congeladora burocrática. Los tomates que no crucen la frontera deben ahora encontrar salida en un país donde ya consumimos catorce kilos por persona al año. Las propuestas de algunos políticos nacionales suenan casi como sátiras.

«Que nos los comamos nosotros, son bien sanos», sugieren, como si duplicar el consumo nacional fuera tan fácil como organizar una campaña de hashtags, porque es repartir 17 kilos extra por piocha. «Que hagamos pasta o salsa», proponen otros, gente que en su vida han visto una canasta básica nacional. Y luego están los más cínicos, que proponen dejar descansar la tierra o los invernaderos, gente que en su vida ha llevado un negocio agropecuario.

Lo único que nos queda es la certeza del ciclo: primero vendrán los jitomates casi regalados, luego el colapso, y más tarde, cuando todo escasee, la venganza de los precios altos. Y después, el olvido. Hasta que llegue el próximo arancel. Jitomatazos para todos.