La presidenta Claudia Sheinbaum ha presentado una iniciativa que, como casi todas las de su tipo, mezcla la emoción de lo aparentemente correcto con la torpeza de lo fácil: el Programa Nacional de Estufas Eficientes de Leña…para el Bienestar.
En Michoacán, la presidenta científica lanzó su primer gran gesto rural y energético: instalar un millón de estufas ecológicas en comunidades indígenas y afromexicanas. El anuncio parece escrito con gis sobre pizarrones de doctorado: eficiencia, salud, medio ambiente, equidad. Una sinfonía de palabras correctas en una orquestación perfectamente desafinada.
La intención desde el podio parece noble. Se trata de sustituir los fogones tradicionales que convierten las cocinas en cámaras de gas y a los pulmones femeninos en testigos de la combustión diaria de la miseria. Estufas más limpias. Materiales locales, participación comunitaria, inversión inicial de 500 millones de pesos. Y uno quiere aplaudir. La ciencia, por fin, al servicio del pueblo.
Pero como en todos los emprendimientos gubernamentales, la ovación se contiene cuando uno hace la aritmética de la historia.
De inicio, no es la primera vez que se enciende esta fogata institucional. Durante el sexenio de Calderón —Chupacabras 4T— se instalaron más de 800 mil estufas similares. Una política ya aplicada, ya evaluada, ya criticada. Sheinbaum no reinventa la rueda: le da una mano de barniz progresista y la regresa a circular por los caminos del gasto público.
La pertinencia cultural, concepto noble usado como excusa para no incomodar al pasado, funciona aquí como ancla. Se dice que respetar los «usos y costumbres» es prioridad. Que la leña es parte de la identidad. Y es verdad: la precariedad también deja huella en la cultura. Pero hay formas de memoria que conviene soltar. En nombre de la cultura lo que se perpetúa es el ciclo de la subordinación. No hay nada digno en que una mujer camine horas para recolectar maderas que luego consumirán su salud. No hay justicia en aceptar que el trabajo extenuante siga siendo la moneda de cambio de los olvidados.
¿Y qué nos dice esto? Que la presidenta científica, en lugar de diseñar una política energética transformadora, prefiere reciclar una idea que apenas alcanza para un párrafo de informe sexenal. No es que las estufas sean malas, es que son mediocres. Son la forma más eficiente de no incomodar a nadie.
En nombre de la pertinencia cultural, de la supuesta sabiduría ancestral que hay en cocinar con leña, el gobierno federal perpetúa un modelo que atenta contra la dignidad humana y femenina, contra el medio ambiente, contra la lógica social y económica de un país que se pretende del siglo XXI.
Las mujeres —porque son principalmente ellas— siguen pasando horas al día recolectando leña, arrastrando ramas, cargando atados, hurgando en montes cada vez más esquilmados. Mientras tanto, los bosques se erosionan, las emisiones crecen, y la salud se consume entre humo y hollín. La eficiencia energética es una burla cuando se compara la leña frente a un tanque de gas LP. Pero claro, eso requiere planeación. Eso requiere imaginar una política pública más allá de la foto.
¿Y lo más inteligente es invertir en perpetuar las cavernas? La pregunta flota. ¿De verdad la única alternativa para las comunidades marginadas es la perpetuación de su precariedad? ¿De verdad creemos que la transición energética —tan cacareada en foros internacionales— debe excluir a los más pobres?
Sheinbaum, si algo tiene, es la posibilidad de evitar el clásico error de las políticas públicas de suponer que los sujetos más desprovistos de la sociedad tienen que recorrer el viacrucis entero de todas las centurias del desarrollo tecnológico para alcanzar el bienestar. Como si una comunidad tuviera que pasar por carbón, petróleo, estufa de leña eficiente, gas LP, calentador solar, horno de microondas, y entonces, solo entonces, llegar a la electricidad confiable.
No se trata de imponer una modernidad ciega. Se trata de entender que el acceso a la tecnología también es un derecho rural, indígena, afromexicano. Que el bienestar no puede seguir siendo sinónimo de resignación. Podrán decir que no es culturalmente apropiado que pueblos rurales y comunidades originarias usen tecnologías. Pero es que, para muchos, lo culturalmente apropiado es que estén jodidos y sigan así.