Lo que no se nombra, no existe. El mal, si no se registra, puede seguir su curso como si no estuviera ahí. O al menos eso piensa la secretaría agropecuaria mexicana, SADER, que ha decidido conjurar una plaga no con ciencia o brigadas sanitarias, sino con discursos, mentiras y embustes.

El gusano barrenador —esa larva que taladra la piel del animal hasta convertirlo en un amasijo purulento de carne viva, esa bestia mínima que convierte al ganado en cadáver de pie— ha regresado a Centro y Norteamérica con una furia que no es nueva, pero sí es más impune. Lo terrible no es su reaparición, sino el modo en que ha sido recibida por las autoridades nacionales: no con alarma, sino con negación. No con responsabilidad, sino con la templanza criminal de quien teme más al costo político que al colapso ganadero.

El secretario federal Julio Berdegué anuncia que los casos van a la baja, mientras, SENASICA, ese último resquicio de burocracia en la sanidad, inocuidad y calidad agroalimentaria (parte de la 4T), informa que más de mil quinientos animales están infectados. Y no sólo vacas: cerdos, caballos, perros domésticos, ovejas, cabras… un búfalo fue el último añadido hace unos días. La peste no discrimina. Si algo puede sangrar, puede ser nido.

Como en las páginas negras de la historia agrícola, el gusano ha cruzado especies, climas y geografías. No necesita pasaporte: viaja en el descuido y se instala en la omisión.

Pero México, en su papel habitual de nación que no quiere saber, prefiere fingir que esto no ocurre. Que seis casos en humanos —sí, humanos, como el que escribe, como el que lee— son apenas una anomalía estadística. Que la mujer infestada en Campeche, lejos del foco original en Chiapas, es un dato menor. Que la carne viva de los enfermos no tiene más valor que el del silencio oficial. El gusano también parece devorar lenguas, y ha comenzado a alimentarse del lenguaje público.

Más aún: cuando se miente sobre los síntomas, se socava la confianza; cuando se miente a los aliados, se corrompe la confianza, pero se gana… ¿en soberanía?

Porque ahora resulta que el gobierno mexicano sostiene que la suspensión de exportaciones a Estados Unidos —ese tajo en el cuello de nuestra ganadería, esa hemorragia de ¡doce millones de dólares diarios! — será levantada pronto, apenas llegue una misión del departamento de agricultura gringo a verificar las acciones implementadas. Palabras huecas, como las promesas que ya solo engañan a los ingenuos.

Los hechos son otros. Washington ha sido claro en su comunicado de ayer: cada treinta días evaluará el estado de la crisis. Nada de visitas mágicas. Nada de las indulgencias prematuras que el secretario Berdegué anuncia.

Mientras tanto, los gobiernos estatales actúan como quien sospecha que todo es peor de lo que se dice. Puebla, a 700 kilómetros del epicentro inicial, ha lanzado una campaña para monitorear a su ganado. ¿Por qué, si «todo está bajo control y solo afectando la frontera sur»? ¿Por qué, si el cerco funciona? Porque la verdad, esa enemiga del poder, ha comenzado a filtrarse por las rendijas de la realidad.

No se trata solamente de una peste. Se trata de la forma en que un gobierno escoge enfrentarla: con valor o con cálculo político. Berdegué ha elegido el segundo. Quiere salvar la cara, y está perdiendo el cuerpo entero del campo mexicano.

Si no se rectifica pronto, si no se asume la gravedad de lo que ocurre, el nombre de Julio Berdegué quedará inscrito en la galería de funcionarios infames. Como el hombre que prefirió doblarse ante la necedad, antes que encarar la urgencia de la debacle ganadera nacional. Como el que quiso tapar el sol con un dedo y terminó quemado por su soberbia. Ya no se trata de salvar una industria, sino de encontrar la dignidad de un país que no puede seguir caminando sobre cadáveres negados, y no hablamos solo de los animales de abasto.