El debate sobre la tauromaquia en México es uno de esos argumentos que hierve en ciertos círculos, pero que nunca termina de derramarse entre la población. Claudia Sheinbaum lo entendió bien cuando se le preguntó el día de ayer y respondió «es tiempo de hacer una revisión del tema».
Traducción: es una pelea que no vale la pena moverle tanto. La tauromaquia es sin duda polarizante, pero solo de relevancia para un sector específico, reducido y vocal. Para los activistas, la prohibición de las corridas es un punto de inflexión moral. Ocurre lo mismo con las bicicletas, el veganismo o la crisis climática: la certeza de que uno está en la causa correcta de la historia, y que los demás simplemente no han entendido las prioridades de la vida.
La presidenta fue clara en sus preferencias «…que sea una actividad cultural, pero que el animal no sea maltratado; es decir, que no haya muerte y que tampoco haya el daño en las corridas. Yo estoy de acuerdo en esta posibilidad»
El problema es que esa posibilidad no es muy posible, biológicamente hablando. Sin daño al animal para que sangre, por su propia biología se moriría por efectos derivados de un exceso de adrenalina.
En donde se ha eliminado la muerte en el ruedo hay dos caminos. O el toro es sacrificado en un matadero industrial, o se queda en el limbo, porque nadie sabe qué hacer con un animal que ha sido criado para una única función. En México abundan las legislaciones de estas, como en Veracruz. No puede regresar al campo. No puede volver a pelear. Se convierte en un bovino más, seis de cada corrida. 6 entre los 37 millones de cabezas del hato nacional. Esa es otra discusión.
La diferencia fundamental entre el ruedo y el matadero es solo una: la visibilidad. El sacrificio en la plaza es público, con sangre en la arena, con la vista puesta en vida que se convierte en bistec. El sacrificio en el rastro es privado, mecánico. No molesta porque no lo vemos. Pero sigue siendo muerte.
Nos hemos convencido de que lo que no vemos no existe. Que si la muerte ocurre lejos de nuestros ojos, no nos concierne.
En Teuchitlán, Jalisco, encontraron un campo de exterminio esta semana. No es una metáfora, no es hiperbólico. Auschwitz está a menos de una hora de Guadalajara, Dachau a tiro de piedra del Lago de Chapala.
Un sitio donde la gente era llevada para desaparecer, para ser incinerada, para ser reducida a cenizas y olvido. Las Madres Buscadoras, el grupo de mexicanos más valientes del país —con la tarea más inhumana del planeta— encontraron restos más humanos que huesos. Objetos personales. Llaves, relojes, zapatos, camisas, fotos. Cartas desgarradoras. Notas acongojantes. Letras que por lo redondas demuestran la indecible edad de la desgracia.
A diez minutos de este lugar está la Plaza de Toros de La Candelaria. Quien cree que el espectáculo de los toros es preámbulo de la barbarie diaria no ha entendido nada.
En la tauromaquia, la violencia es en tres actos con reglamentaciones municipales de cómo corre la sangre y se ejecuta al bovino. Hay un antes y un después. Hay un clímax y un desenlace. El sufrimiento no es un fin, es una condición del drama. La estocada es un cierre, un punto final. Enredar la arena del ruedo con la ceniza de la fosa es un error de perspectiva. En el ruedo, la muerte es un acto. En este país, ya es una actividad cultural.