Por Magali Glockner Gómez

Introducción

Este monólogo habla de Antígona en el momento posterior a su muerte sobre cómo percibe el pasado de sus acciones.  Y advierte que el hombre seguirá siendo arrogante, más preocupado por resguardar sus tesoros materiales que por el cuidado de la memoria.

Decidí escribirlo con la estructura del realismo mágico latinoamericano, que nos cuenta historias fantásticas casi reales, o realidades casi fantásticas.

Al leer Antígona de Sófocles recordé la guerrilla de los años setenta en México, antecedido por el asesinato del 2 de octubre del 68. Gustavo Díaz Ordaz, presidente, reprimió violentamente una manifestación pacífica de estudiantes, que provocó la muerte de cientos de ellos, se cree que 300 aproximadamente. En el año 1971 mi abuelo abandonó a su esposa y a sus cinco hijos –el más pequeño de un año (mi papá)–, para ir a pelear a la guerrilla. Cuando era pequeña pensaba que se había ido a rescatar a los niños perdidos que vivían con Peter Pan. Su hermana, una mujer de la que no se habla lo suficiente en la familia, a los 21 años se unió junto a su hermano a las Fuerzas de Liberación Nacional. En 1975 mi abuelo fue asesinado después de haber pasado una temporada en Lecumberri, cárcel que fue casa de cientos de padres, esposos, hijos, hermanos, que se vieron sumergidos hasta el cuello por la violencia ejercida por el gobierno. Mi tía quizá no enterró con sus propias manos a su hermano; pero ella y Antígona comparten otra cosa, el sentimiento de fraternidad. ¿Quién se atreve a prohibirle a una hermana enterrar a un hermano? ¿O a un padre, o a un hijo? ¿Quién le pide que juzgue a su propia sangre por lo que un tirano o un corrupto mande? Si no son ellas, ¿quién va a velar a quienes estuvieron presentes en sus vidas desde el día en que nacieron? Ella murió el mismo año que su hermano, asesinada por el mismo gobierno, por el mismo Creonte contemporáneo que asesinó a su hermano.

Las voces de Antígona

Dicen que el tiempo no pasa en la tierra de los muertos. Pero yo lo he visto andar despacito, como viejo que arrastra los pies por la casa de su infancia, con sombrero chueco y camisa desabrochada. Cubierto de polvo y promesas rotas de amantes. Aquí abajo no hay relojes, pero los sueños se pudren igualito que la papaya dejada bajo el rudo sol del verano. Y mi hermano, ese al que llamaron traidor por morirse en el bando contrario, aún duerme sin tumba, sin nombre, sin quien le llore, bajo una tierra donde los grillos no se atreven a cantar.

Nadie entiende –ni los dioses, ni los hombres, ni siquiera el viento cálido de la tarde–por qué el amor duele tanto cuando ya no hay carne que abrazar ni suspiro que responder. Yo bajé porque mi voz fue demasiado ensordecedora para los salones del poder, porque las leyes de los hombres vacíos de mente me apretaban como la faja de la vecina de enfrente, estrechas como las medias heredadas de una suegra flaca y resentida.

Mi abuela, la que hacía remedios con caléndula, limón y árnica, y rezaba de espaldas al sol, me visita a veces. Llega envuelta en humo de incienso con olor a palo santo y me habla en un idioma que sólo se entiende con los ojos cerrados y el corazón abierto.  Dice que las mujeres de nuestra sangre nacen con una grieta en el pecho, por donde se cuelan los espíritus y se expulsan los recuerdos. A nosotras nos parieron para cuidar a los muertos, no para arrodillarnos frente a los vivos, mucho menos esos hombres de almas encallecidas. Dice que hay un silencio compartido por todas nosotras, más pesado que la tanda de ropa recién lavada, pero yo me negué a colgarla.

Yo hablé. Grité. Aunque se me rajara la garganta como cuero viejo. Enterré a mi hermano con las uñas llenas de tierra fría y los ojos llenos de él. Lo hice con la terquedad con la que mi madre riega una planta seca por si revive. Porque una sabe -aquí dentro-que el alma no se pudre mientras alguien la vea con amor.

Creonte me llamó soberbia, así, con esa palabrota que usan los que nunca han sentido hambre ni han enterrado a los amados con sus propias manos. Soberbia por poner los huesos en su lugar y la memoria extendida como mantel. ¿Y yo qué era? ¿soberbia o leal?,¿terca o justa? me da igual. Los de aquí abajo me podrán juzgar, pero los que pisan nuestras cabezas con suela de goma jamás. A las orillas de la muerte, las palabras pierden terreno conforme sube la marea, y bajo esta tierra las coronas se oxidan, así como el machete olvidado en el campo bajo la lluvia esperada por el campesino.

¿Sabes lo que más se me quedó?

La luz, pero no la luz de la estufa, ni la del mediodía. La luz que alumbró el rostro de mi hermano la última vez que lo vi, cuando me sonrió con la boca rota, los dientes chuecos y los ojos idos, me dijo: “me queda tu nombre”. Eso me basta. Porque hay nombres más fuertes que un grupo de guerrilleros con las botas bien lustradas.

Dicen que soy leyenda. Que soy símbolo. Que los maestros me enseñan como si fuera una suma en pizarrón de primaria. Pero yo fui mujer. Fui hija de una casa con paredes llenas de secretos. Fui hermana de un hombre al que nadie se atrevió a enterrar, de otro que murió victorioso, pero con sangre hermana bañándole y de una mujer consumida por el deber y la plaga del miedo. Fui la que se rompió por dentro pero no se calló, fui la que no supo callarse como golondrina al vuelo, un canto solitario, agudo y rápido. Y por eso ahora hablo desde esta tierra que no es tierra, desde esta muerte que no huele ni saca humo ni se consume, pero sabe a maíz quemado, dejando un mal sabor de boca. Así sabe la muerte.

Y aunque usted no lo crea, todavía oigo a los vivos, sus rezos llegan como eco que rebota en las paredes de una casona donde vive una viuda, casona llena de muebles de madera, polvo y fantasmas con nombre. Creonte sigue mandando con voz de gallo colérico. Los jueces siguen temiendo la tierra en sus entrañas, no por respeto, sino por cobardes. Y las hermanas aún entierran a los suyos bajo la luz blanca, con uñas rotas, tierra en las pestañas, vestidos rasgados y rencor en el alma.

Pero yo no estoy sola. Aquí abajo, cada piedra tiene nombre, cada raíz se te enreda en los brazos en un intento de arroparte, cada sombra me canta bajito una canción de cuna, como para que yo no olvide quien fui dormida y quien soy despierta. Porque al final, desobedecer no es rebeldía, es amor con otro nombre, agujetas sin atar y los ojos bien abiertos. Así que escúchame, escuchen mi voz que sube como el humo de los cigarros que fumaba el abuelo y se esconde para siempre en la nariz. No me pongan en sus libros, no hablen de mí como quien habla de su tierra, ahora lejana, no digan mi nombre en vano, y no me piensen cuando suenen melodías de mujeres tristes.

Sólo entierren a los suyos.

Y no dejen que sus nombres sean arrastrados por el mar picado.